El impuesto a los videojuegos: una solución errónea a un problema mal diagnosticado
El impuesto a los videojuegos lejos de ser una medida progresista, se trata de una política regresiva que parte de un diagnóstico profundamente equivocado.

La iniciativa del gobierno federal de gravar con un impuesto del 8 por ciento a todos los videojuegos considerados violentos no es el cambio que la industria o la sociedad mexicana necesitan. Lejos de ser una medida progresista, se trata de una política regresiva que parte de un diagnóstico profundamente equivocado, estigmatizando a una comunidad de millones de ciudadanos de paso e ignorando las verdaderas raíces de la violencia en el país, todo ello amparado en una base científica notoriamente débil y anacrónica.
El primer y más grave error es la premisa misma: la afirmación de que los videojuegos son un factor determinante de la violencia. Esta narrativa, que recuerda a los infundados pánicos morales de los tiroteos escolares en Estados Unidos o las absurdas acusaciones de satanismo contra Pokémon, ha sido refutada una y otra vez por la investigación contemporánea. Resulta revelador—y preocupante—que el Paquete Económico 2026 se sustente en un estudio de hace más de una década, de la Federación de Docentes de Educación Física de Murcia, España, que en su momento citaba redes sociales hoy obsoletas como MySpace y Hi5.
¿Es esta la evidencia de vanguardia que justifica una política fiscal?
Por el contrario, numerosos estudios, como el destacado en 2020 por la iniciativa The Good Gamer, sugieren lo opuesto: los videojuegos pueden ser una herramienta para mejorar el estado de ánimo y controlar impulsos agresivos, funcionando como un canal lúdico y de desahogo. La comunidad científica internacional coincide cada vez más en que no existe una correlación causal directa entre los videojuegos y la violencia real. El enfoque, por tanto, está desviado.
El verdadero problema no reside en el contenido, sino en la falta de supervisión y educación digital. Existe un Sistema Mexicano de Equivalencias de Clasificación (SMECCV) funcional y detallado, pero su utilidad se diluye si los distribuidores venden sin discernimiento, los padres no activan los controles parentales y no se fomentan mecanismos de mediación familiar.
Castigar fiscalmente a un producto cultural regulado es penalizar a los consumidores responsables por el descuido de unos pocos, además de ignorar la enorme diversidad de la industria, desde los juegos deportivos y narrativas amigables de Nintendo hasta títulos complejos para adultos.
Resulta cínico que se señale a los videojuegos como chivo expiatorio de la inseguridad nacional. México lleva décadas sumido en una crisis de violencia estructural, con olas de delincuencia, narcotráfico y asesinatos normalizados. Los videojuegos no son el motor de esta realidad; son, en todo caso, un reflejo de ella. El consumo de sagas violentas como Grand Theft Auto o Call of Duty por parte del público adulto mexicano no es la causa de nuestra violencia, sino un síntoma cultural de un contexto social mucho más amplio y complejo que el gobierno se niega a abordar de frente.
Al final, esta medida huele más a una fácil recaudación disfrazada de moralidad que a una genuina preocupación por la seguridad o la salud pública. El discurso de que es por “temas de seguridad” suena vacío cuando las verdaderas políticas de fondo brillan por su ausencia. Este impuesto no hará que los jugadores jueguen menos; hará que paguen más. Y la respuesta, como ha demostrado históricamente esta comunidad, no será de sumisión, sino de una unidad frente a una medida que los estigmatiza y castiga injustamente.